APRENDIENDO DEL VIRUS
La
gestión política de las epidemias pone en escena la utopía de comunidad
y las fantasías inmunitarias de una sociedad, externalizando sus sueños
de omnipotencia de su soberanía política
Si Michel Foucault
hubiera sobrevivido al azote del sida y hubiera resistido hasta la
invención de la triterapia tendría hoy 93 años: ¿habría aceptado de buen
grado haberse encerrado en su piso de la rue Vaugirard? El primer
filósofo de la historia en morir de las complicaciones generadas por el
virus de inmunodeficiencia adquirida, nos ha legado algunas de las
nociones más eficaces para pensar la gestión política de la epidemia
que, en medio del pánico y la desinformación, se vuelven tan útiles como
una buena mascarilla cognitiva.
Lo más importante que aprendimos de Foucault es que el cuerpo vivo (y por tanto mortal) es el objeto central de toda política. Il n’y a pas de politique qui ne soit pas une politique des corps
(no hay política que no sea una política de los cuerpos). Pero el
cuerpo no es para Foucault un organismo biológico dado sobre el que
después actúa el poder. La tarea misma de la acción política es fabricar
un cuerpo, ponerlo a trabajar, definir sus modos de reproducción,
prefigurar las modalidades del discurso a través de las que ese cuerpo
se ficcionaliza hasta ser capaz de decir “yo”. Todo el trabajo de
Foucault podría entenderse como un análisis histórico de las distintas
técnicas a través de las que el poder gestiona la vida y la muerte de
las poblaciones. Entre 1975 y 1976, los años en los que publicó Vigilar y castigar y el primer volumen de la Historia de la sexualidad,
Foucault utilizó la noción de “biopolítica” para hablar de una relación
que el poder establecía con el cuerpo social en la modernidad.
Describió la transición desde lo que él llamaba una “sociedad soberana”
hacia una “sociedad disciplinaria” como el paso desde una sociedad que
define la soberanía en términos de decisión y ritualización de la muerte
a una sociedad que gestiona y maximiza la vida de las poblaciones en
términos de interés nacional. Para Foucault, las técnicas
gubernamentales biopolíticas se extendían como una red de poder que
desbordaba el ámbito legal o la esfera punitiva convirtiéndose en una
fuerza “somatopolítica”, una forma de poder espacializado que se
extendía en la totalidad del territorio hasta penetrar en el cuerpo
individual.
Durante y después de la crisis del sida, numerosos autores ampliaron y
radicalizaron las hipótesis de Foucault y sus relaciones con las
políticas inmunitarias. El filósofo italiano Roberto Espósito analizó
las relaciones entre la noción política de “comunidad” y la noción
biomédica y epidemiológica de “inmunidad”. Comunidad e inmunidad
comparten una misma raíz, munus, en latín el munus era el tributo que alguien debía pagar por vivir o formar parte de la comunidad. La comunidad es cum (con) munus
(deber, ley, obligación, pero también ofrenda): un grupo humano
religado por una ley y una obligación común, pero también por un regalo,
por una ofrenda. El sustantivo inmunitas, es un vocablo privativo que deriva de negar el munus. En el derecho romano, la inmunitas
era una dispensa o un privilegio que exoneraba a alguien de los deberes
societarios que son comunes a todos. Aquel que había sido exonerado era
inmune. Mientras que aquel que estaba desmunido era aquel al que se le había retirado todos los privilegios de la vida en comunidad.
Roberto Espósito nos enseña que toda biopolítica es inmunológica:
supone una definición de la comunidad y el establecimiento de una
jerarquía entre aquellos cuerpos que están exentos de tributos (los que
son considerados inmunes) y aquellos que la comunidad percibe como
potencialmente peligrosos (los demuni) y que serán excluidos en
un acto de protección inmunológica. Esa es la paradoja de la
biopolítica: todo acto de protección implica una definición inmunitaria
de la comunidad según la cual esta se dará a sí misma la autoridad de
sacrificar otras vidas, en beneficio de una idea de su propia soberanía.
El estado de excepción es la normalización de esta insoportable
paradoja.
A partir del siglo XIX, con el descubrimiento de la primera vacuna
antivariólica y los experimentos de Pasteur y Koch, la noción de
inmunidad migra desde el ámbito del derecho y adquiere una significación
médica. Las democracias liberales y patriarco-coloniales Europeas del
siglo XIX construyen el ideal del individuo moderno no solo como agente
(masculino, blanco, heterosexual) económico libre, sino también como un
cuerpo inmune, radicalmente separado, que no debe nada a la comunidad.
Para Espósito, el modo en el que la Alemania nazi caracterizó a una
parte de su propia población (los judíos, pero también los gitanos, los
homosexuales, los personas con discapacidad) como cuerpos que amenazaban
la soberanía de la comunidad aria es un ejemplo paradigmático de los
peligros de la gestión inmunitaria. Esta comprensión inmunológica de la
sociedad no acabó con el nazismo, sino que, al contrario, ha pervivido
en Europa legitimando las políticas neoliberales de gestión de sus
minorías racializadas y de las poblaciones migrantes. Es esta
comprensión inmunológica la que ha forjado la comunidad económica
europea, el mito de Shengen y las técnicas de Frontex en los últimos
años.
En 1994, en Flexible Bodies, la antropóloga de la
Universidad de Princeton Emily Martin analizó la relación entre
inmunidad y política en la cultura americana durante las crisis de la
polio y el sida. Martin llegó a algunas conclusiones que resultan
pertinentes para analizar la crisis actual. La inmunidad corporal,
argumenta Martin, no es solo un mero hecho biológico independiente de
variables culturales y políticas. Bien al contrario, lo que entendemos
por inmunidad se construye colectivamente a través de criterios sociales
y políticos que producen alternativamente soberanía o exclusión,
protección o estigma, vida o muerte.
Si volvemos a pensar la historia de algunas de las epidemias
mundiales de los cinco últimos siglos bajo el prisma que nos ofrecen
Michel Foucault, Roberto Espósito y Emily Martin es posible elaborar una
hipótesis que podría tomar la forma de una ecuación: dime cómo tu
comunidad construye su soberanía política y te diré qué formas tomarán
tus epidemias y cómo las afrontarás.
Las distintas epidemias materializan en el ámbito del cuerpo
individual las obsesiones que dominan la gestión política de la vida y
de la muerte de las poblaciones en un periodo determinado. Por decirlo
con términos de Foucault, una epidemia radicaliza y desplaza las
técnicas biopolíticas que se aplican al territorio nacional hasta al
nivel de la anatomía política, inscribiéndolas en el cuerpo individual.
Al mismo tiempo, una epidemia permite extender a toda la población las
medidas de “inmunización” política que habían sido aplicadas hasta ahora
de manera violenta frente aquellos que habían sido considerados como
“extranjeros” tanto dentro como en los límites del territorio nacional.
La gestión política de las epidemias pone en escena la utopía de
comunidad y las fantasías inmunitarias de una sociedad, externalizando
sus sueños de omnipotencia (y los fallos estrepitosos) de su soberanía
política. La hipótesis de Michel Foucault, Roberto Espósito y de Emily
Martin nada tiene que ver con una teoría de complot. No se trata de la
idea ridícula de que el virus sea una invención de laboratorio o un plan
maquiavélico para extender políticas todavía más autoritarias. Al
contrario, el virus actúa a nuestra imagen y semejanza, no hace más que
replicar, materializar, intensificar y extender a toda la población, las
formas dominantes de gestión biopolítica y necropolítica que ya estaban
trabajando sobre el territorio nacional y sus límites. De ahí que cada
sociedad pueda definirse por la epidemia que la amenaza y por el modo de
organizarse frente a ella.
Pensemos, por ejemplo, en la sífilis. La epidemia golpeó por primera
vez a la ciudad de Nápoles en 1494. La empresa colonial europea acababa
de iniciarse. La sífilis fue como el pistoletazo de salida de la
destrucción colonial y de las políticas raciales que vendrían con ellas.
Los ingleses la llamaron “la enfermedad francesa”, los franceses
dijeron que era “el mal napolitano” y los napolitanos que había venido
de América: se dijo que había sido traída por los colonizadores que
habían sido infectados por los indígenas… El virus, como nos enseñó
Derrida, es, por definición, el extranjero, el otro, el extraño.
Infección sexualmente transmisible, la sífilis materializó en los
cuerpos de los siglos XVI al XIX las formas de represión y exclusión
social que dominaban la modernidad patriarcocolonial: la obsesión por la
pureza racial, la prohibición de los así llamados “matrimonios mixtos”
entre personas de distinta clase y “raza” y las múltiples restricciones
que pesaban sobre las relaciones sexuales y extramatrimoniales.
La utopía de comunidad y el modelo de inmunidad de la sífilis es el
del cuerpo blanco burgués sexualmente confinado en la vida matrimonial
como núcleo de la reproducción del cuerpo nacional. De ahí que la
prostituta se convirtiera en el cuerpo vivo que condensó todos los
significantes políticos abyectos durante la epidemia: mujer obrera y a
menudo racializada, cuerpo externo a las regulaciones domésticas y del
matrimonio, que hacía de su sexualidad su medio de producción, la
trabajadora sexual fue visibilizada, controlada y estigmatizada como
vector principal de la propagación del virus. Pero no fue la represión
de la prostitución ni la reclusión de las prostitutas en burdeles
nacionales (como imaginó Restif de la Bretonne) lo que curó la sífilis.
Bien al contrario. La reclusión de las prostitutas solo las hizo más
vulnerables a la enfermedad. Lo que curó la sífilis fue el
descubrimiento de los antibióticos y especialmente de la penicilina en
1928, precisamente un momento de profundas transformaciones de la
política sexual en Europa con los primeros movimientos de
descolonización, el acceso de las mujeres blancas al voto, las primeras
despenalizaciones de la homosexualidad y una relativa liberalización de
la ética matrimonial heterosexual.
Medio siglo después, el sida fue a la sociedad neoliberal
heteronormativa del siglo XX lo que la sífilis había sido a la sociedad
industrial y colonial. Los primeros casos aparecieron en 1981,
precisamente en el momento en el que la homosexualidad dejaba de ser
considerada como una enfermedad psiquiátrica, después de que hubiera
sido objeto de persecución y discriminación social durante décadas. La
primera fase de la epidemia afectó de manera prioritaria a lo que se
nombró entonces como las 4 H: homosexuales, hookers —trabajadoras o trabajadores sexuales—, hemofílicos y heroin users —heroinómanos—.
El sida remasterizó y reactualizó la red de control sobre el cuerpo y
la sexualidad que había tejido la sífilis y que la penicilina y los
movimientos de descolonización, feministas y homosexuales habían
desarticulado y transformado en los años sesenta y setenta. Como en el
caso de las prostitutas en la crisis de la sífilis, la represión de la
homosexualidad sólo causó más muertes. Lo que está transformando
progresivamente el sida en una enfermedad crónica ha sido la
despatologización de la homosexualidad, la autonomización farmacológica
del Sur, la emancipación sexual de las mujeres, su derecho a decir no a
las prácticas sin condón, y el acceso de la población afectada,
independientemente de su clase social o su grado de racialización, a las
triterapias. El modelo de comunidad/inmunidad del sida tiene que ver
con la fantasía de la soberanía sexual masculina entendida como derecho
innegociable de penetración, mientras que todo cuerpo penetrado
sexualmente (homosexual, mujer, toda forma de analidad) es percibido
como carente de soberanía.
Volvamos ahora a nuestra situación actual. Mucho antes de que hubiera
aparecido la Covid-19 habíamos ya iniciado un proceso de mutación
planetaria. Estábamos atravesando ya, antes del virus, un cambio social y
político tan profundo como el que afectó a las sociedades que
desarrollaron la sífilis. En el siglo XV, con la invención de la
imprenta y la expansión del capitalismo colonial, se pasó de una
sociedad oral a una sociedad escrita, de una forma de producción feudal a
una forma de producción industrial-esclavista y de una sociedad
teocrática a una sociedad regida por acuerdos científicos en el que las
nociones de sexo, raza y sexualidad se convertirían en dispositivos de
control necro-biopolítico de la población.
Hoy estamos pasando de una sociedad escrita a una sociedad ciberoral,
de una sociedad orgánica a una sociedad digital, de una economía
industrial a una economía inmaterial, de una forma de control
disciplinario y arquitectónico, a formas de control microprostéticas y
mediático-cibernéticas. En otros textos he denominado farmacopornográfica
al tipo de gestión y producción del cuerpo y de la subjetividad sexual
dentro de esta nueva configuración política. El cuerpo y la subjetividad
contemporáneos ya no son regulados únicamente a través de su paso por
las instituciones disciplinarias (escuela, fábrica, caserna, hospital,
etcétera) sino y sobre todo a través de un conjunto de tecnologías
biomoleculares, microprostéticas, digitales y de transmisión y de
información. En el ámbito de la sexualidad, la modificación
farmacológica de la conciencia y del comportamiento, la mundialización
de la píldora anticonceptiva para todas las “mujeres”, así como la
producción de la triterapias, de las terapias preventivas del sida o el
viagra son algunos de los índices de la gestión biotecnológica. La
extensión planetaria de Internet, la generalización del uso de
tecnologías informáticas móviles, el uso de la inteligencia artificial y
de algoritmos en el análisis de big data, el intercambio de
información a gran velocidad y el desarrollo de dispositivos globales de
vigilancia informática a través de satélite son índices de esta nueva
gestión semiotio-técnica digital. Si las he denominado pornográficas es,
en primer lugar, porque estas técnicas de biovigilancia se introducen
dentro del cuerpo, atraviesan la piel, nos penetran; y en segundo lugar,
porque los dispositivos de biocontrol ya no funcionan a través de la
represión de la sexualidad (masturbatoria o no), sino a través de la
incitación al consumo y a la producción constante de un placer regulado y
cuantificable. Cuanto más consumimos y más sanos estamos mejor somos
controlados.
La mutación que está teniendo lugar podría ser también el paso de un
régimen patriarco-colonial y extractivista, de una sociedad
antropocéntrica y de una política donde una parte muy pequeña de la
comunidad humana planetaría se autoriza a sí misma a llevar a cabo
prácticas de predación universal, a una sociedad capaz de redistribuir
energía y soberanía. Desde una sociedad de energías fósiles a otra de
energías renovables. Está también en cuestión el paso desde un modelo
binario de diferencia sexual a un paradigma más abierto en el que la
morfología de los órganos genitales y la capacidad reproductiva de un
cuerpo no definan su posición social desde el momento del nacimiento; y
desde un modelo heteropatriarcal a formas no jerárquicas de reproducción
de la vida. Lo que estará en el centro del debate durante y después de
esta crisis es cuáles serán las vidas que estaremos dispuestos a salvar y
cuáles serán sacrificadas. Es en el contexto de esta mutación, de la
transformación de los modos de entender la comunidad (una comunidad que
hoy es la totalidad del planeta) y la inmunidad donde el virus opera y
se convierte en estrategia política.
Inmunidad y política de la frontera
Lo que ha caracterizado las políticas gubernamentales de los últimos
20 años, desde al menos la caída de las torres gemelas, frente a las
ideas aparentes de libertad de circulación que dominaban el
neoliberalismo de la era Thatcher, ha sido la redefinición de los
estados-nación en términos neocoloniales e identitarios y la vuelta a la
idea de frontera física como condición del restablecimiento de la
identidad nacional y la soberanía política. Israel, Estados Unidos,
Rusia, Turquía y la Comunidad Económica Europea han liderado el diseño
de nuevas fronteras que por primera vez después de décadas, no han sido
solo vigiladas o custodiadas, sino reinscritas a través de la decisión
de elevar muros y construir diques, y defendidas con medidas no
biopolíticas, sino necropolíticas, con técnicas de muerte.
Como sociedad europea, decidimos construirnos colectivamente como
comunidad totalmente inmune, cerrada a Oriente y al Sur, mientras que
Oriente y el Sur, desde el punto de vista de los recursos energéticos y
de la producción de bienes de consumo, son nuestro almacén. Cerramos la
frontera en Grecia, construimos los mayores centros de detención a cielo
abierto de la historia en las islas que bordean Turquía y el
Mediterráneo y fantaseamos que así conseguiríamos una forma de
inmunidad. La destrucción de Europa comenzó paradójicamente con esta
construcción de una comunidad europea inmune, abierta en su interior y
totalmente cerrada a los extranjeros y migrantes.
Lo que está siendo ensayado a escala planetaria a través de la
gestión del virus es un nuevo modo de entender la soberanía en un
contexto en el que la identidad sexual y racial (ejes de la segmentación
política del mundo patriarco-colonial hasta ahora) están siendo
desarticuladas. La Covid-19 ha desplazado las políticas de la frontera
que estaban teniendo lugar en el territorio nacional o en el
superterritorio europeo hasta el nivel del cuerpo individual. El cuerpo,
tu cuerpo individual, como espacio vivo y como entramado de poder, como
centro de producción y consumo de energía, se ha convertido en el nuevo
territorio en el que las agresivas políticas de la frontera que
llevamos diseñando y ensayando durante años se expresan ahora en forma
de barrera y guerra frente al virus. La nueva frontera necropolítica se
ha desplazado desde las costas de Grecia hasta la puerta del domicilio
privado. Lesbos empieza ahora en la puerta de tu casa. Y la frontera no
para de cercarte, empuja hasta acercarse más y más a tu cuerpo. Calais
te explota ahora en la cara. La nueva frontera es la mascarilla. El aire
que respiras debe ser solo tuyo. La nueva frontera es tu epidermis. El
nuevo Lampedusa es tu piel.
Se reproducen ahora sobre los cuerpos individuales las políticas de
la frontera y las medidas estrictas de confinamiento e inmovilización
que como comunidad hemos aplicado durante estos últimos años a migrantes
y refugiados —hasta dejarlos fuera de toda comunidad—. Durante años los
tuvimos en el limbo de los centros de retención. Ahora somos nosotros
los que vivimos en el limbo del centro de retención de nuestras propias
casas.
La biopolítica en la era ‘farmacopornográfica’
Las epidemias, por su llamamiento al estado de excepción y por la
inflexible imposición de medidas extremas, son también grandes
laboratorios de innovación social, la ocasión de una reconfiguración a
gran escala de las técnicas del cuerpo y las tecnologías del poder.
Foucault analizó el paso de la gestión de la lepra a la gestión de la
peste como el proceso a través del que se desplegaron las técnicas
disciplinarias de espacialización del poder de la modernidad. Si la
lepra había sido confrontada a través de medidas estrictamente
necropolíticas que excluían al leproso condenándolo si no a la muerte al
menos a la vida fuera de la comunidad, la reacción frente a la epidemia
de la peste inventa la gestión disciplinaria y sus formas de inclusión
excluyente: segmentación estricta de la ciudad, confinamiento de cada
cuerpo en cada casa.
Las distintas estrategias que los distintos países han tomado frente a
la extensión de la Covid-19 muestran dos tipos de tecnologías
biopolíticas totalmente distintas. La primera, en funcionamiento sobre
todo en Italia, España y Francia, aplica medidas estrictamente
disciplinarias que no son, en muchos sentidos, muy distintas a las que
se utilizaron contra la peste. Se trata del confinamiento domiciliario
de la totalidad de la población. Vale la pena releer el capítulo sobre
la gestión de la peste en Europa de Vigilar y castigar para
darse cuenta que las políticas francesas de gestión de la Covid-19 no
han cambiado mucho desde entonces. Aquí funciona la lógica de la
frontera arquitectónica y el tratamiento de los casos de infección
dentro de enclaves hospitalarios clásicos. Esta técnica no ha mostrado
aún pruebas de eficacia total.
La segunda estrategia, puesta en marcha por Corea del Sur, Taiwán,
Singapur, Hong-Kong, Japón e Israel supone el paso desde técnicas
disciplinarias y de control arquitectónico modernas a técnicas farmacopornográficas
de biovigilancia: aquí el énfasis está puesto en la detección
individual del virus a través de la multiplicación de los tests y de la
vigilancia digital constante y estricta de los enfermos a través de sus
dispositivos informáticos móviles. Los teléfonos móviles y las tarjetas de crédito se convierten aquí en instrumentos de vigilancia que permiten trazar los movimientos del cuerpo individual. No necesitamos brazaletes biométricos: el móvil
se ha convertido en el mejor brazalete, nadie se separa de él ni para
dormir. Una aplicación de GPS informa a la policía de los movimientos de
cualquier cuerpo sospechoso. La temperatura y el movimiento de un
cuerpo individual son monitorizados a través de las tecnologías móviles y
observados en tiempo real por el ojo digital de un Estado
ciberautoritario para el que la comunidad es una comunidad de
ciberusuarios y la soberanía es sobre todo transparencia digital y
gestión de big data.
Pero estas políticas de inmunización política no son nuevas y no han
sido sólo desplegadas antes para la búsqueda y captura de los así
denominados terroristas: desde principios de la década de 2010, por
ejemplo, Taiwán había legalizado el acceso a todos los contactos de los
teléfonos móviles en las aplicaciones de encuentro sexual con el
objetivo de “prevenir” la expansión del sida y la prostitución en
Internet. La Covid-19 ha legitimado y extendido esas prácticas estatales
de biovigilancia y control digital normalizándolas y haciéndolas
“necesarias” para mantener una cierta idea de la inmunidad. Sin embargo,
los mismos Estados que implementan medidas de vigilancia digital
extrema no se plantean todavía prohibir el tráfico y el consumo de
animales salvajes ni la producción industrial de aves y mamíferos ni la
reducción de las emisiones de CO2. Lo que ha aumentado no es
la inmunidad del cuerpo social, sino la tolerancia ciudadana frente al
control cibernético estatal y corporativo.
La gestión política de la Covid-19 como forma de administración de la
vida y de la muerte dibuja los contornos de una nueva subjetividad. Lo
que se habrá inventado después de la crisis es una nueva utopía de la
comunidad inmune y una nueva forma de control del cuerpo. El sujeto del technopatriarcado
neoliberal que la Covid-19 fabrica no tiene piel, es intocable, no
tiene manos. No intercambia bienes físicos, ni toca monedas, paga con
tarjeta de crédito. No tiene labios, no tiene lengua. No habla en
directo, deja un mensaje de voz. No se reúne ni se colectiviza. Es
radicalmente individuo. No tiene rostro, tiene máscara. Su cuerpo
orgánico se oculta para poder existir tras una serie indefinida de
mediaciones semio-técnicas, una serie de prótesis cibernéticas que le
sirven de máscara: la máscara de la dirección de correo electrónico, la
máscara de la cuenta Facebook, la máscara de Instagram. No es un agente
físico, sino un consumidor digital, un teleproductor, es un código, un
pixel, una cuenta bancaria, una puerta con un nombre, un domicilio al
que Amazon puede enviar sus pedidos.
La prisión blanda: bienvenido a la telerrepública de tu casa
Uno de los desplazamientos centrales de las técnicas biopolíticas farmacopornográficas
que caracterizan la crisis de la Covid-19 es que el domicilio personal
—y no las instituciones tradicionales de encierro y normalización
(hospital, fábrica, prisión, colegio)— aparece ahora como el nuevo
centro de producción, consumo y control biopolítico. Ya no se trata solo
de que la casa sea el lugar de encierro del cuerpo, como era el caso en
la gestión de la peste. El domicilio personal se ha convertido ahora en
el centro de la economía del teleconsumo y de la teleproducción. El
espacio doméstico existe ahora como un punto en un espacio
cibervigilado, un lugar identificable en un mapa google, una casilla
reconocible por un dron.
Si yo me interesé en su momento por la Mansión Playboy es porque esta
funcionó en plena guerra fría como un laboratorio en el que se estaban
inventando los nuevos dispositivos de control farmacopornográfico
del cuerpo y de la sexualidad que habrían de extenderse a la a partir
de principios del siglo XXI y que ahora se amplían a la totalidad de la
población mundial con la crisis de la Covid-19. Cuando hice mi
investigación sobre Playboy me llamó la atención el hecho de
que Hugh Hefner, uno de los hombres más ricos del mundo, hubiera pasado
casi 40 años sin salir de la Mansión, vestido únicamente con pijama,
batín y pantuflas, bebiendo coca-cola y comiendo Butterfingers y que
hubiera podido dirigir y producir que la revista más importante de
Estados Unidos sin moverse de su casa o incluso, de su cama.
Suplementada con una cámara de video, una línea directa de teléfono,
radio e hilo musical, la cama de Hefner era una auténtica plataforma de
producción multimedia de la vida de su habitante.
Su biógrafo Steven Watts denominó a Hefner “un recluso voluntario en
su propio paraíso.” Adepto de dispositivos de archivo audiovisual de
todo tipo, Hefner, mucho antes de que existiera el teléfono móvil,
Facebook o WhatsApp enviaba más de una veintena de cintas audio y vídeo
con consigas y mensajes, que iban desde entrevistas en directo a
directrices de publicación. Hefner había instalado en la mansión, en la
que vivían también una docena de Playmates, un circuito cerrado
de cámaras y podía desde su centro de control acceder a todas las
habitaciones en tiempo real. Cubierta de paneles de madera y con espesas
cortinas, pero penetrada por miles de cables y repleta de lo que en ese
momento se percibía como las más altas tecnologías de telecomunicación
(y que hoy nos parecerían tan arcaicas como un tam-tam), era al mismo
tiempo totalmente opaca, y totalmente transparente. Los materiales
filmados por las cámaras de vigilancia acababan también en las páginas
de la revista.
La revolución biopolítica silenciosa que Playboy lideró
suponía, más allá la transformación de la pornografía heterosexual en
cultura de masas, la puesta en cuestión de la división que había fundado
la sociedad industrial del siglo XIX: la separación de las esferas de
la producción y de la reproducción, la diferencia entre la fábrica y el
hogar y con ella la distinción patriarcal entre masculinidad y
feminidad. Playboy acató esta diferencia proponiendo la
creación de un nuevo enclave de vida: el apartamento de soltero
totalmente conectado a las nuevas tecnologías de comunicación del que el
nuevo productor semiótico no necesita salir ni para trabajar ni para
practicar sexo —actividades que, además, se habían vuelto
indistinguibles—. Su cama giratoria era al mismo tiempo su mesa de
trabajo, una oficina de dirección, un escenario fotográfico y un lugar
de cita sexual, además de un plató de televisión desde donde se rodaba
el famoso programa Playboy after dark. Playboy
anticipó los discursos contemporáneos sobre el teletrabajo, y la
producción inmaterial que la gestión de la crisis de la Covid-19 ha
transformado en un deber ciudadano. Hefner llamó a este nuevo productor
social el “trabajador horizontal”. El vector de innovación social que Playboy
puso en marcha era la erosión (por no decir la destrucción) de la
distancia entre trabajo y ocio, entre producción y sexo. La vida del
playboy, constantemente filmada y difundida a través de los medios de
comunicación de la revista y de la televisión, era totalmente pública,
aunque el playboy no saliera de su casa o incluso de su cama. En ese
sentido, Playboy ponía también en cuestión la diferencia entre
las esferas masculinas y femeninas, haciendo que el nuevo operario
multimedia fuera, lo que parecía un oxímoron en la época, un hombre
doméstico. El biógrafo de Hefner nos recuerda que este aislamiento
productivo necesitaba un soporte químico: Hefner era un gran consumidor
de Dexedrina, una anfetamina que eliminaba el cansancio y el sueño. Así
que paradójicamente, el hombre que no salía de su cama, no dormía nunca.
La cama como nuevo centro de operaciones multimedia era una celda farmacopornográfica:
sólo podría funcionar con la píldora anticonceptiva, drogas que
mantuvieran el nivel productivo en alza y un constante flujo de códigos
semióticos que se habían convertido en el único y verdadero alimento que
nutría al playboy.
¿Les suena ahora familiar todo esto? ¿Se parece todo esto de manera
demasiado extraña a sus propias vidas confinadas? Recordemos ahora las
consignas del presidente francés Emmanuel Macron: estamos en guerra, no
salgan de casa y teletrabajen. Las medidas biopolíticas de gestión del
contagio impuestas frente al coronavirus han hecho que cada uno de
nosotros nos transformemos en un trabajador horizontal más o menos playboyesco.
El espacio doméstico de cualquiera de nosotros está hoy diez mil veces
más tecnificado que lo estaba la cama giratoria de Hefner en 1968. Los
dispositivos de teletrabajo y telecontrol están ahora en la palma de
nuestra mano.
En Vigilar y castigar, Michel Foucault analizó las celdas
religiosas de encierro unipersonal como auténticos vectores que
sirvieron para modelizar el paso desde las técnicas soberanas y
sangrientas de control del cuerpo y de la subjetivad anteriores al siglo
XVIII hacia las arquitecturas disciplinarias y los dispositivos de
encierro como nuevas técnicas de gestión de la totalidad de la
población. Las arquitecturas disciplinarias fueron versiones
secularizada de las células monacales en las que se gesta por primera
vez el individuo moderno como alma encerrada en un cuerpo, un espíritu
lector capaz de leer las consignas del Estado. Cuando el escritor Tom
Wolfe visitó a Hefner dijo que este vivía en una prisión tan blanda como
el corazón de una alcachofa. Podríamos decir que la mansión Playboy y
la cama giratoria de Hefner, convertidos en objeto de consumo pop,
funcionaron durante la guerra fría como espacios de transición en el que
se inventa el nuevo sujeto prostético, ultraconectado y las nuevas
formas consumo y control farmacopornográficas y de
biovigilancia que dominan la sociedad contemporánea. Esta mutación se ha
extendido y amplificado más durante la gestión de la crisis de la
Covid-19: nuestras máquinas portátiles de telecomunicación son nuestros
nuevos carceleros y nuestros interiores domésticos se han convertido en
la prisión blanda y ultraconectada del futuro.
Mutación o sumisión
Pero todo esto puede ser una mala noticia o una gran oportunidad. Es
precisamente porque nuestros cuerpos son los nuevos enclaves del
biopoder y nuestros apartamentos las nuevas células de biovigilancia que
se vuelve más urgente que nunca inventar nuevas estrategias de
emancipación cognitiva y de resistencia y poner en marcha nuevos
procesos antagonistas.
Contrariamente a lo que se podría imaginar, nuestra salud no vendrá
de la imposición de fronteras o de la separación, sino de una nueva
comprensión de la comunidad con todos los seres vivos, de un nuevo
equilibrio con otros seres vivos del planeta. Necesitamos un parlamento
de los cuerpos planetario, un parlamento no definido en términos de
políticas de identidad ni de nacionalidades, un parlamento de cuerpos
vivos (vulnerables) que viven en el planeta Tierra. El evento Covid-19 y
sus consecuencias nos llaman a liberarnos de una vez por todas de la
violencia con la que hemos definido nuestra inmunidad social. La
curación y la recuperación no pueden ser un simple gesto inmunológico
negativo de retirada de lo social, de cierre de la comunidad. La
curación y el cuidado sólo pueden surgir de un proceso de transformación
política. Sanarnos a nosotros mismos como sociedad significaría
inventar una nueva comunidad más allá de las políticas de identidad y la
frontera con las que hasta ahora hemos producido la soberanía, pero
también más allá de la reducción de la vida a su biovigilancia
cibernética. Seguir con vida, mantenernos vivo como planeta, frente al
virus, pero también frente a lo que pueda suceder, significa poner en
marcha formas estructurales de cooperación planetaria. Como el virus
muta, si queremos resistir a la sumisión, nosotros también debemos
mutar.
Es necesario pasar de una mutación forzada a una mutación deliberada.
Debemos reapropiarnos críticamente de las técnicas de biopolíticas y de
sus dispositivos farmacopornográficos. En primer lugar, es
imperativo cambiar la relación de nuestros cuerpos con las máquinas de
biovigilancia y biocontrol: estos no son simplemente dispositivos de
comunicación. Tenemos que aprender colectivamente a alterarlos. Pero
también es preciso desalinearnos. Los Gobiernos llaman al encierro y al
teletrabajo. Nosotros sabemos que llaman a la descolectivización y al
telecontrol. Utilicemos el tiempo y la fuerza del encierro para estudiar
las tradiciones de lucha y resistencia minoritarias que nos han ayudado
a sobrevivir hasta aquí. Apaguemos los móviles, desconectemos Internet.
Hagamos el gran blackout frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución que viene.
Fuente: https://elpais.com/elpais/2020/03/27/opinion/1585316952_026489.html
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