Causalidad de la Pandemia, Cualidad de la Catástrofe
Ángel Luis Lara
Ángel Luis Lara
1.
En
octubre de 2016 los lechones de las granjas de la provincia de
Guangdong, en el sur de China, comenzaron a enfermar con el virus de la
diarrea epidémica porcina (PEDV), un coronavirus que afecta a las
células que recubren el intestino delgado de los cerdos. Cuatro meses
después, sin embargo, los lechones dejaron de dar positivo por PEDV,
pese a que seguían enfermando y muriendo. Tal y como confirmó la
investigación, se trataba de un tipo de enfermedad nunca visto antes y
al que se bautizó como Síndrome de Diarrea Aguda Porcina (SADS-CoV),
provocada por un nuevo coronavirus que mató a 24.000 lechones hasta mayo
de 2017, precisamente en la misma región en la que trece años antes se
había desatado el brote de neumonía atípica conocida como "SARS".
En enero de 2017, en pleno desarrollo de la epidemia
porcina que asolaba a la región de Guangdong, varios investigadores en
virología de Estados Unidos publicaban un estudio en la revista
científica "Virus Evolution" que señalaba a los murciélagos como la
mayor reserva animal de coronavirus en el mundo. Las conclusiones de la
investigación desarrollada en China acerca de la epidemia de Guangdong
coincidieron con el estudio estadounidense: el origen del contagio se
localizó, precisamente, en la población de murciélagos de la región.
¿Cómo una epidemia porcina había podido ser desatada por los
murciélagos? ¿Qué tienen que ver los cerdos con estos pequeños animales
alados? La respuesta llegó un año más tarde, cuando un grupo de
investigadores e investigadoras chinas publicó un informe en la revista Nature
en el que, además de señalar a su país como un foco destacado de la
aparición de nuevos virus y enfatizar la alta posibilidad de su
transmisión a los seres humanos, apuntaban que el incremento de las
macrogranjas de ganado había alterado los nichos de vida de los
murciélagos. Además, el estudio puso de manifiesto que la ganadería
industrial intensiva ha incrementado las posibilidades de contacto entre
la fauna salvaje y el ganado, disparando el riesgo de transmisión de
enfermedades originadas por animales salvajes cuyos hábitats se están
viendo dramáticamente afectados por la deforestación. Entre los autores
de este estudio figura Zhengli Shi, investigadora principal del
Instituto de Virología de Wuhan, la ciudad en la que se ha originado el
actual COVID-19, cuya cepa es idéntica en un 96% al tipo de coronavirus
encontrado en murciélagos a través del análisis genético.
2.
En
2004, la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización
Mundial de Sanidad Animal (OIE) y la Organización de las Naciones Unidas
para la Alimentación y la Agricultura, más conocida como FAO por sus
siglas en inglés, señalaron el incremento de la demanda de proteína
animal y la intensificación de su producción industrial como principales
causas de la aparición y propagación de nuevas enfermedades zoonóticas
desconocidas, es decir, de nuevas patologías transmitidas por animales a
los seres humanos. Dos años antes, la organización por el bienestar de
los animales Compassion in World Farming había publicado un interesante
informe al respecto. Para su elaboración, la entidad británica utilizó
datos del Banco Mundial y de la ONU sobre industria ganadera que fueron
cruzados con informes acerca de las enfermedades transmitidas a través
del ciclo mundial de producción de alimentos. El estudio concluyó que la
llamada "revolución ganadera", es decir, la imposición del modelo
industrial de la ganadería intensiva ligado a las macrogranjas, estaba
generando un incremento global de las infecciones resistentes a los
antibióticos, así como arruinando a los pequeños granjeros locales y
promoviendo el crecimiento de las enfermedades transmitidas a través de
los alimentos de origen animal.
En 2005, expertos de
la Organización Mundial de la Salud, la Organización Mundial de Sanidad
Animal, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos y el Consejo
Nacional del Cerdo de dicho país elaboraron un estudio en el que
trazaron la historia de la producción ganadera desde el tradicional
modelo de pequeñas granjas familiares hasta la imposición de las
macro-granjas de confinamiento industrial. Entre sus conclusiones, el
informe señaló como uno de los mayores impactos del nuevo modelo de
producción agrícola su incidencia en la amplificación y mutación de
patógenos, así como el riesgo creciente de diseminación de enfermedades.
Además, el estudio apuntaba que la desaparición de los modos
tradicionales de ganadería en favor de los sistemas intensivos se estaba
produciendo a razón de un 4% anual, sobre todo en Asia, África y
Sudamérica.
A pesar de los datos y las llamadas de
atención, nada se ha hecho para frenar el desarrollo de la ganadería
industrial intensiva. En la actualidad China y Australia concentran el
mayor número de macrogranjas del mundo. En el gigante asiático la
población de ganado prácticamente se triplicó entre 1980 y 2010. China
es el productor ganadero más importante del mundo, concentrando en su
territorio el mayor número de "landless systems"
(sistemas sin tierra), macroexplotaciones ganaderas en las que se
hacinan miles de animales en espacios cerrados. En 1980 solamente un
2,5% del ganado existente en China se criaba en este tipo de granjas,
mientras que en 2010 ya abarcaba al 56%.
Como nos
recuerda Silvia Ribeiro, investigadora del Grupo de Acción sobre
Erosión, Tecnología y Concentración (ETC), una organización
internacional enfocada en la defensa de la diversidad cultural y
ecológica y de los derechos humanos, China es la maquila del mundo. La
crisis desatada por la actual pandemia provocada por el COVID-19 no hace
más que desnudar su papel en la economía global, particularmente en la
producción industrial de alimentos y en el desarrollo de la ganadería
intensiva. Sólo la Mudanjiang City Mega Farm, una macrogranja situada en
el noreste de China que alberga a cien mil vacas cuya carne y leche se
destinan al mercado ruso, es cincuenta veces más grande que la mayor
granja de vacuno de la Unión Europea.
3.
Las
epidemias son producto de la urbanización. Cuando hace alrededor de
cinco mil años los seres humanos comenzaron a agruparse en ciudades con
densidad poblacional, las infecciones lograron afectar simultáneamente a
grandes cantidades de personas y sus efectos mortales se multiplicaron.
El peligro de pandemias como la que nos afecta en la actualidad surgió
cuando el proceso de urbanización de la población se hizo global. Si
aplicamos este razonamiento a la evolución de la producción ganadera en
el mundo las conclusiones son realmente inquietantes. En el espacio de
cincuenta años la ganadería industrial ha "urbanizado" una población
animal que previamente se distribuía entre pequeñas y medianas granjas
familiares. Las condiciones de hacinamiento de dicha población en
macro-granjas convierten a cada animal en una suerte de potencial
laboratorio de mutaciones víricas susceptible de provocar nuevas
enfermedades y epidemias. Esta situación es todavía más inquietante si
consideramos que la población global de ganado es casi tres veces más
grande que la de seres humanos. En las últimas décadas, algunos de los
brotes víricos con mayor impacto se han producido por infecciones que,
cruzando la barrera de las especies, han tenido su origen en las
explotaciones intensivas de ganadería.
Michael Greger, investigador estadounidense en salud pública y autor del libro Bird Flu: A virus of our own hachting
(Gripe aviar: un virus de nuestra propia incubación), explica que antes
de la domesticación de pájaros hace unos 2.500 años, la gripe humana
seguramente no existía. Del mismo modo, antes de la domesticación del
ganado no se tiene constancia de la existencia del sarampión, la viruela
y otras infecciones que han afectado a la humanidad desde que
aparecieron en corrales y establos en torno al año 8.000 antes de
nuestra era. Una vez que las enfermedades saltan la barrera entre
especies pueden difundirse entre la población humana provocando trágicas
consecuencias, como la pandemia desatada por un virus de gripe aviar en
1918 y que tan sólo en un año acabó con la vida de entre 20 y 40
millones de personas.
Como explica el doctor Greger,
las condiciones de insalubridad en las atestadas trincheras durante la
Primera Guerra Mundial no sólo figuran entre las variables que causaron
una rápida propagación de la enfermedad en 1918, sino que están siendo
replicadas hoy en día en muchas de las explotaciones ganaderas que se
han multiplicado en los últimos veinte años con el desarrollo de la
ganadería industrial intensiva. Billones de pollos, por ejemplo, son
criados en estas macrogranjas que funcionan como espacios de
hacinamiento susceptibles de generar una tormenta perfecta de carácter
vírico. Desde que la ganadería industrial se ha impuesto en el mundo,
los anuales de medicina están recogiendo enfermedades antes desconocidas
a un ritmo insólito: en los últimos treinta años se han identificado
más de treinta nuevos patógenos humanos, la mayoría de ellos virus
zoonóticos inéditos como el actual COVID-19.
4.
El
biólogo Robert G. Wallace publicó en 2016 un libro importante para
trazar la conexión entre las pautas de la producción agropecuaria
capitalista y la etiología de las epidemias que se han desatado en las
últimas décadas: Big Farms Make Big Flu (Las
macrogranjas producen macrogripe). Hace unos días, Wallace concedió una
entrevista a la revista alemana Marx21 en la que enfatiza una idea
clave: focalizar la acción contra el COVID-19 en el despliegue de
medidas de emergencia que no combatan las causas estructurales de la
pandemia constituye un error de consecuencias dramáticas. El principal
peligro que enfrentamos es considerar al nuevo coronavirus como un
fenómeno aislado.
Tal y como explica el biólogo
estadounidense, el incremento de los incidentes víricos en nuestro
siglo, así como el aumento de su peligrosidad, se ligan directamente con
las estrategias de negocio de las corporaciones agropecuarias,
responsables de la producción industrial intensiva de proteína animal.
Estas corporaciones están tan preocupas por el beneficio económico que
asumen como un riesgo rentable la generación y propagación de nuevos
virus, externalizando los costes epidemiológicos de sus operaciones a
los animales, las personas, los ecosistemas locales, los gobiernos y,
tal y como está poniendo de manifiesto la actual pandemia, al propio
sistema económico mundial.
Pese a que el origen exacto
del COVID-19 no está del todo claro, señalándose como posible causa del
brote vírico tanto a los cerdos de las macrogranjas como al consumo de
animales salvajes, esta segunda hipótesis no nos aleja de los efectos
directos de la producción agropecuaria intensiva. La razón es sencilla:
la industria ganadera es responsable de la epidemia de Gripe Porcina
Africana (ASF) que asoló las granjas chinas de cerdos el pasado año.
Según Christine McCracken, una analista en proteína animal de la
multinacional financiera holandesa Rabobank, la producción china de
carne de cerdo podría haber caído un 50% al final del año pasado.
Considerando que, al menos antes de la epidemia de ASF en 2019, la mitad
de los cerdos que existían en el mundo se criaban en China, las
consecuencias para la oferta de carne porcina están resultando
dramáticas, particularmente en el mercado asiático. Es precisamente esta
drástica disminución de la oferta de carne de cerdo la que habría
motivado un aumento de la demanda de proteína animal proveniente de la
fauna salvaje, una de las especialidades del mercado de la ciudad de
Wuhan que algunos investigadores han señalado como el epicentro del
brote de COVID-19.
5.
Frédéric Neyrat publicó en 2008 el libro Biopolitique des catastrophes
(Biopolítica de las catástrofes), un término con el que define un modo
de gestión del riesgo que no pone nunca en cuestión sus causas
económicas y antropológicas, precisamente la modalidad de comportamiento
de los gobiernos, las élites y una parte significativa de las
poblaciones mundiales en relación con la actual pandemia. En la
propuesta analítica del filósofo francés, las catástrofes implican una
interrupción desastrosa que desborda el supuesto curso normal de la
existencia. Pese a su aparente carácter de evento, constituyen procesos
en marcha que manifiestan, aquí y ahora, los efectos de algo ya en
curso. Como señala el propio Neyrat, una catástrofe siempre sale de
alguna parte, ha sido preparada, tiene una historia.
La
pandemia que nos asola dibuja con eficacia su condición de catástrofe,
entre otras cosas, en el cruce entre epidemiología y economía política.
Su punto de partida se ancla directamente en los trágicos efectos de la
industrialización capitalista del ciclo alimenticio, particularmente de
la producción agropecuaria. Amén de las cualidades biológicas
intrínsecas al propio coronavirus, las condiciones de su propagación
incluyen el efecto de cuatro décadas de políticas neoliberales que han
erosionado dramáticamente las infraestructuras sociales que ayudan a
sostener la vida. En esa deriva, los sistemas públicos de salud se han
visto particularmente golpeados.
Desde hace días
circulan por las redes sociales y los teléfonos móviles testimonios del
personal sanitario que está lidiando con la pandemia en los hospitales.
Muchos de ellos coinciden en el relato de una condición general
catastrófica caracterizada por una dramática falta de recursos y de
profesionales sanitarios. Como apunta Neyrat, la catástrofe siempre
posee una historicidad y se sujeta a un principio de causalidad. Desde
comienzos del presente siglo, diferentes colectivos y redes ciudadanas
han estado denunciando un profundo deterioro del sistema público de
salud que, a través de una política continuada de descapitalización, ha
llevado prácticamente al colapso de la sanidad en España. En la
Comunidad de Madrid, territorio particularmente golpeado por el
COVID-19, el presupuesto per cápita destinado al sistema sanitario se ha
ido reduciendo críticamente en los últimos años, al tiempo que se ha
desatado un proceso creciente de privatización. Tanto la atención
primaria como los servicios de urgencia de la región se encontraban ya
saturados y con graves carencias de recursos antes de la llegada del
coronavirus. El neoliberalismo y sus hacedores políticos nos han
sembrado tormentas que un microorganismo ha convertido en tempestad.
6.
En
medio de la pandemia habrá seguramente quien se afane en la búsqueda de
un culpable, ya sea en la piel del chivo expiatorio o en el papel de
villano. Se trata, seguramente, de un gesto inconsciente para ponerse a
salvo: encontrar a quien atribuir la culpa tranquiliza porque desplaza
la responsabilidad. Sin embargo, más que empeñarnos en desenmascarar a
un sujeto, resulta más oportuno identificar una forma de subjetivación,
es decir, interrogarnos acerca del modo de vida capaz de desatar
estragos tan dramáticos como los que hoy nos atraviesan la existencia.
Se trata, sin duda, de una pregunta que ni nos salva ni nos reconforta
y, mucho menos, nos ofrece un afuera. Básicamente porque ese modo de
vida es el nuestro.
Un periodista se aventuraba hace
unos días a ofrecer una respuesta acerca del origen del COVID-19: "el
coronavirus es una venganza de la naturaleza". En el fondo no le falta
razón. En 1981 Margaret Thatcher dejaba una frase para la posteridad que
desvelaba el sentido del proyecto del que participaba: "la economía es
el método, el objetivo es cambiar el alma". La mandataria no engañaba a
nadie. Hace tiempo que la razón neoliberal nos ha convertido el
capitalismo en estado de naturaleza. La acción de un ser microscópico,
sin embargo, no sólo está consiguiendo llegarnos también al alma, además
ha abierto una ventana por la que respiramos la evidencia de aquello
que no queríamos ver. Con cada cuerpo que toca y enferma, el virus clama
porque tracemos la línea de continuidad entre su origen y la cualidad
de un modo de vida cada vez más incompatible con la vida misma. En este
sentido, por paradójico que resulte, enfrentamos un patógeno
dolorosamente virtuoso. Su movilidad etérea va poniendo al descubierto
todas las violencias estructurales y las catástrofes cotidianas allí
donde se producen, es decir, por todas partes. En el imaginario
colectivo comienza a calar una racionalidad de orden bélico: estamos en
guerra contra un coronavirus. Tal vez sea más acertado pensar que es una
formación social catastrófica la que está en guerra contra nosotros
desde hace ya demasiado tiempo.
En el curso de la
pandemia, las autoridades políticas y científicas nos señalan a las
personas como el agente más decisivo para detener el contagio. Nuestro
confinamiento es entendido en estos días como el más vital ejercicio de
ciudadanía. Sin embargo, necesitamos ser capaces de llevarlo más lejos.
Si el encierro ha congelado la normalidad de nuestras inercias y
nuestros automatismos, aprovechemos el tiempo detenido para preguntarnos
acerca de ellos. No hay normalidad a la que regresar cuando aquello que
habíamos normalizado ayer nos ha llevado a esto que hoy tenemos. El
problema que enfrentamos no es sólo el capitalismo en sí, es también el
capitalismo en mí. Ojalá el deseo de vivir nos haga capaces de la
creatividad y la determinación para construir colectivamente el
exorcismo que necesitamos. Eso, inevitablemente, nos toca a la gente
común. Por la historia sabemos que los gobernantes y poderosos se
afanarán en intentar lo contrario. No dejemos que nos enfrenten, nos
enemisten o nos dividan. No permitamos que, amparados una vez más en el
lenguaje de la crisis, nos impongan la restauración intacta de la
estructura de la propia catástrofe. Pese a que aparentemente el
confinamiento nos ha aislado a los unos de los otros, lo estamos
viviendo juntos. También en eso el virus se muestra paradójico: nos
sitúa en un plano de relativa igualdad. De algún modo, rescata de
nuestra desmemoria el concepto de género humano y la noción de bien
común. Tal vez los hilos éticos más valiosos con los que comenzar a
tejer un modo de vida otro y otra sensibilidad.
Fuente: https://www.eldiario.es/interferencias/Causalidad-pandemia-cualidad-catastrofe_6_1010758925.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario